Bries estaba sentada en la cama, ausente del mundo, o al menos eso pretendía. Se sentía en perfecta armonía con la música que desprendían sus auriculares, que la embriagaban, que cerraban la puerta a un mundo que hacía tiempo, parecía haberle dado la espalda. Leía tumbada en la cama, ajena a los minutos del reloj. A todo lo que le había estado pasando. Y entonces, un párrafo llamó especialmente la atención, la devolvió de un golpe a su realidad, a esa que tanto temía, de la que tanto trataba de distanciarse.
"Era un manojo de huesos. Aquello fue lo primero que pensé.
Huesos y nudos. Cada vértebra de la columna despuntaba visiblemente.
Las caderas sobresalían en distintos ángulos, las rodillas pálidas y pellejudas.
Parecía imposible que pudiera estar viva con semejante delgadez,
y aún más mposible que hubiese sido capaz de ocultarlo.
Cuando volvió a moverse vi algo que se me quedaría grabado para siempre:
los omóplatos afilados que se alzaban en su piel como las alas de un pajarito muerto que encontré una vez en el jardín.
No tenía plumas, era un recién nacido y ya había sido derrotado"
Aquello, por simple que pareciese, reavivó las llamas de la enfermedad de Bries, una enfermedad que ya parecía estar remitiendo, y en la que ahora recaía. Su deseo por ser delgada, por sentirse frágil y bella, era algo que la consumía, no solo metafóricamente, la consumía de verdad. Y después de tantos golpes y tantos desengaños, tomó una decisión de la que probablemente se arrepentiría.
Decidió que si no podía ser inteligente, al menos sería delgada.
Decidió que si no podía ser guapa, al menos sería delgada.
Decidió que si no podía ser alta, al menos sería delgada.
Y decidió que si, por algún motivo no podía ser delgada,
estaría muerta.